Victoria despidió junto a su padre al resto de los invitados. El aire frío que entraba por la puerta, los abrigos, los destellos blancos de las bufandas, fueron las últimas impresiones que se llevó a la cama. Antes de entrar en el sueño, vio el borde de la cortina, el diente de oro del embajador francés, la orquídea de Juanito, la mirada acuosa de la doncella, todo eso y algo más que no podía identificar.
Era su
madre. El español suavizado del joven andaluz, los gestos, el modo de mirar, la
hacían presentarse ahora. Tenía nueve
años cuando la perdió. ¿Qué recordaba de ella?
La voz
dulce,
los pasos
ágiles, el lunar negro del pómulo. Y
las canciones: puñales, jacas,
alelíes...
Afuera, la campiña
francesa, el mugido de las vacas, las eras de heno, la pequeña casa rodeada de
margaritas. ¿Por qué
no recibía visitas
su madre como otras señoras? ¿Por qué no podía,
tan buena y caritativa, ir a la iglesia? ¿Por qué
le estaba prohibido a ella
jugar
con otros niños en Arcachon
o en París? ¿Por qué las criadas la miraban con lástima y
decían
"pauvre petite"?
De vez en cuando aparecía sir
Lionel
en un coche de caballos, desde muy lejos, jugaba un rato con ella y se llevaba
de viaje a su madre una temporada. La noche en que murió Pepita - el médico del
pueblo, la matrona, el aya Socorro, dos amigas de París, todos - esperaban que
los gritos de un niño llenaran la casa. Pero no se pudo detener la hemorragia. A
los dos días, llegó sir Lionel desde Stuttgart. Se encerró en el dormitorio. Por
las noches Victoria le oía sollozar llamando a su mujer.
Pero sir Lionel volvió, acababa de ser nombrado
embajador en Washington. Cuando vio a Victoria con el uniforme
oscuro, la tristeza del abandono engastada en la cara, se hizo el firme
propósito de no separarse más de ella.
La llevaría a América como anfitriona de la embajada. Ciertamente iba a resultar escandaloso
que un embajador de su majestad británica, soltero, entronizara como primera
dama en América a la hija ilegítima de una bailarina española. A su favor
contaba el pertenecer a una de las estirpes más viejas de Inglaterra, con la
mayor mansión privada de las Islas:
Knole,
en el
condado de Kent. Además, él y toda su familia
eran respetados y queridos por la reina Victoria. Lady Derby, la hermana de Lionel, intercedió ante
ésta. A la reina la decisión de
Sackville, le
cayó en gracia por su impetuosidad generosa, por el
desnudo amor paternal que revelaba, por lo poco que se esperaba
una salida así de hombre tan taciturno y reservado. La reina dio su aprobación
al Foreing Office, siempre que los americanos estuvieran de acuerdo. La
esposa del presidente Garfield encabezó una
comisión de damas que discutió el
asunto. Como no estaban en Nueva York, ni en Boston, donde existía una cerrada
casta aristocrática, sino en
Washington, la capital del joven país democrático,
las buenas señoras convinieron en dar la bienvenida a aquella criatura
inocente.
Durante su primera fiesta en la Casa Blanca, el presidente Arthur, que acababa de sustituir al asesinado Garfield, la invitó a dar un paseo en trineo por los bosques cercanos. Victoria se excusó con descaro infantil, pretextando clases de inglés para mejorar "la horrible rudeza de su acento". Arthur era viudo. Andaría por los cincuenta, pero conservaba un porte atlético y una gran energía de luchador. Si añadimos el aura del poder, el presidente parecía el más codiciado partido para una muchacha que poco tiempo atrás aspiraba a ser institutriz. Las atenciones a Victoria en público fueron tan notorias, que todo el mundo chismorreaba sobre el enamoramiento del viudo Chester. Su hermano y director de campaña tuvo que emitir un comunicado desmintiendo cualquier compromiso matrimonial. Una tarde, en la cuarta ocasión en que acudió a la mansión presidencial, Victoria tuvo que desengañarle. Cuando Arthur le propuso que se casara con él, se echó a reír y le dijo:
− Señor Presidente, tiene un hijo mayor que yo, y es usted de la misma edad que mi padre.