Capítulo XXII

 

 

  

 

 

 

 

 

 

 

 

               Dos días después de la corrida, don Juan llegó a casa de los Gamazo pasada la media noche. Todas las luces estaban encendidas, los sollozos de Mercedes se oían desde el patio. Sinda le recibió con la cara descompuesta.

         − ¿Qué pasa?

         − El niño, el niño,… esta noche no ha venido a dormir. El señor ha ido a la policía.

           Entró en el salón. Mercedes tenía los ojos enrojecidos, la cara abotagada por el llanto.

         − Juan, Juan... ¿dónde estará? ¡Me lo han matado! Ayer vi el miedo en sus ojos al darme un beso antes de irse. Ha pasado algo malo. Parece mayor, pero es como un niño, tiene el corazón de un niño. Le han embaucado los rebeldes, le han buscado la ruina.

           Don Juan le contó entonces su charla con el capitán general. Concluyó con una mentira histórica y piadosa:

         − No te preocupes, los anarquistas son pacíficos. Además, Ignacio María está sobre aviso.

           Mercedes oía por primera vez la palabra “anarquista” y eso no la tranquilizó, aquello sonaba a enfermedad, a desgracia, a ruido de sillas destrozadas. Sinda le refrescaba las sienes con un pañuelo húmedo. Mercedes miraba sin cesar a la puerta esperando que llegara su marido con noticias.

         − Sube a acostarte, Juan.

         − No. No me voy a acostar. Me quedaré hasta que venga Valentín − contestó el embajador.

           Sinda constantemente traía agua de azahar, sales y paños. La mesa se hallaba atestada de vasos; cuando no cabían más, la esclava los retiraba con manos temblorosas; luego, volvía a sentarse junto a su señora y le pellizcaba los pliegues del vestido.

         − Igual está en la hacienda y no ha podido coger el tren. Lo más seguro es que no se encuentre en la Habana. Habrá viajado a alguna parte; con las tormentas recientes, el barro de los caminos le habrá impedido volver − trataba de consolarla don Juan.

           Mercedes le miraba indiferente, concentrada en su angustia.

        − Debía haberle mandado a España hace un año. Todos debíamos estar ya allí.

          Se oyó crujir el pestillo de la puerta y un rumor de voces broncas, entre las que sobresalía la de Gamazo.

        − Cuéntale al inspector Fuentes todo lo que te pregunte, Mercedes.

        − Iba sin sombrero, vestido con pantalón oscuro y guayabera blanca... Y su carpeta de libros. Mi hijo es un intelectual, inspector, es sólo un anarquista.

          Cuando Gamazo oyó la palabra, no pudo reprimir un “No digas tonterías”. Miró a don Juan; éste, desde el fondo de la butaca, le prometió: “Luego te explicaré”. Fuentes, hombre de gesto indiferente y ojos bonachones, adoptó una actitud que significaba: “volvamos a empezar”.

        − Quizás esté en España − especuló Fuentes −. De un tiempo a esta parte se suceden los intercambios: gente de Barcelona viene a la Habana y anarquistas cubanos se trasladan a Madrid.

          Eso alivió un poco a Mercedes. “Si está en España, no dejará de visitar a sus tías, que le harán entrar en razón y le mandarán para acá”. Gamazo no aceptaba que su hijo hubiera abandonado la casa sin despedirse de ellos, dejándoles en aquella zozobra. Sus pensamientos eran torvos. Creía que le habían secuestrado. Pronto alguien iba a exigirle muchos miles de pesos por el rescate. Existía bandolerismo, antiguos guerrilleros que no se habían rendido y seguían en armas dedicados al atraco o al secuestro. Tampoco faltaba gente en los bajos fondos, mulatos o soldados renegados, dispuestos, por un puñado de plata, a sacarle las tripas de un machetazo a cualquiera. Todas las perspectivas parecían siniestras. La que ni siquiera contaba, era que su hijo fuera anarquista. Siempre  que oía aquella palabra, la relacionaba con simplezas de personas estrafalarias o un poco “tocadas”. En el casino de la Habana, don Salvador Mengíbar, se decía anarquista, y todos sabían lo en las nubes que vivía, lo inocente e inofensivo que era aquel señor. Nunca habría creído que su hijo fuera tan simple como para tener ideas parecidas a las de don Salvador. Se había quitado, por otra parte, un peso de encima. Peor hubiera sido que fuera independentista. Se habría visto obligado a repudiar a su propia sangre.

            El comisario Fuentes bostezó un par de veces antes de dar a su ayudante las instrucciones rutinarias: comprobar listas de pasajeros en los barcos, preguntar en los hospitales, en el depósito... Esto último lo dijo de manera apenas audible, con un susurro veloz.

            Mercedes fue a acostarse aferrada a la idea de que su hijo estaba en España. Gamazo le dijo a don Juan que se retirara a descansar. Como todas las noches, Sinda le acompañó con un candelabro hasta la puerta de su habitación. Iba murmurando: “Los ñáñigos, han sido los ñáñigos, los siervos del diablo”.

          − ¿Qué dices, mujer?

          − Señor, señor... Tinito es bueno para ellos. Es el hombre que buscan, tranquilo, blanco, con carnes blandas. Se lo han llevado.

          − ¿Quiénes son esos bóñigos? − preguntó don Juan, que no había entendido tanta eñe susurrada, y creía que Sinda se estaba refiriendo a hombres tan despreciables como la mierda de vaca.

          − Son demonios en carne y hueso. Matan para sacrificar al maligno. Al esclavo Nicodemo le asaron el corazón. Agua bendita, Santa Purísima, líbrame del mal.

             La cara de Sinda, con los ojos adentrados por el miedo, adquirió un rictus de asco.

           − Derraman − continuó la esclava − aceite y aguardiente en el altar, semillas machacadas, jugos de pringue y leche de palomas, bailan alocados y, si el gallo degollado cae con el pico señalando a oriente, tienen que buscar a un cristiano y ofrecerlo.

           − ¿Y cómo sabes tú esas cosas?

           − Me las ha contado Marina Pimba, la vieja.

           − Son supercherías. Una mujer inteligente y bonita como tú no debe creerlas.

           − Los ñáñigos existen, mi señor. Yo he visto uno.

           − Bueno, pero no le hables de ellos a doña Mercedes en estos momentos.

             

 

 

             Por la mañana, a primera hora, Pastorín se presentó en casa de Gamazo. Cuando don Juan bajó a su encuentro, le dijo:

           − Al muchacho le han llevado a la Cabaña. Cayó en la redada de anarquistas que hicimos el día siguiente al atentado. He tratado de encontrar al padre, pero probablemente esté en el campo. A doña Mercedes no me atrevo a darle la noticia. ¿Qué hacemos? El muchacho tiene una crisis nerviosa.

          − ¿Se le ha podido demostrar conocimiento o contactos con los catalanes?

           − No, sólo le han encontrado pasquines… a él y a otros dos estudiantes que detuvimos en una pensión. Los tenían escondidos en un cuartucho de la casa.

             Poco después, franqueaban la puerta de la fortaleza. Salieron a un patio formado por cuatro grandes muros, en los que se alineaban las celdas. Las de la planta baja, con puertas de chapa, daban al aire libre. Las del piso de arriba, tenían la entrada protegida por un estrecho soportal corrido, con columnas de madera. Subieron a la segunda planta por una escalera estrecha de mampostería. Pastorín sacó un manojo de llaves. Tras  tantear en la cerradura, dio un giro experto y abrió la puerta. La habitación no tendría más de diez metros cuadrados. Había un camastro, un taburete con palangana y un orinal grande. En la pared del fondo, se abría un ventanuco por el que entraba la brisa aceitosa del puerto. La humedad resultaba insoportable. En la cama yacía alguien, vuelto hacia la pared, acurrucado, tapado con una manta hasta las orejas. Pastorín, sin mediar palabra, le agarró por los hombros y le incorporó en el catre, apoyándole contra la pared. Valentín balanceó la cabeza a izquierda y derecha como si su cuello no pudiera sostenerla. Sus ojos descarriados por el techo, por la pared, por la puerta, pudieron, al fin, centrarse en don Juan. Brilló, entonces, una luz de comprensión. El embajador empezó a hablarle de manera afable. Al cabo de unos minutos, ya podía mantenerse erguido.

           − ¿Cómo estás, Valentín? − preguntó don Juan.

           − Me duelen las espaldas… − contestó el muchacho con voz tranquila, lejana. A continuación, cambió a un tono tembloroso:

           − Hable con mi padre, me van a torturar, me van a arrancar las uñas, a hacer tragar litros de agua, no quiero, no quiero… aunque sea mi obligación.

             Don Juan le palmeó el cogote:

           − Tranquilízate hombre, no te va a pasar nada.

           − Dígale al embajador de España que no soy un traidor a la patria. Usted no debe entretenerme. ¿Cómo le voy a aprobar el derecho romano? Mi madre, que no vaya a la universidad. Le dirán que saco malas notas. Quien le dé un malrato a mi madre tendrá que vérselas con los catalanes.

             Pastorín  cogió a don Juan del brazo y le llevó fuera de la habitación.

           − Vámonos ya. No podemos hacer nada. Le diré a Pagliari que firme la excarcelación.

           − ¿Qué le habrá pasado a este muchacho? − se preguntó, caviloso, don Juan, cuando salieron al aire libre.

              

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