Capítulo  XIII

 

 

 

 

 

 

       

               

 

 

 

                                La semana que pasó en Newport le supo a poco.

A la vuelta, don Juan percibió un cambio drástico en la capital. Acabadas las sesiones del Congreso y del Senado, la desbandada de los políticos fue general. El cuerpo diplomático buscó los lugares chic de veraneo. Se acabaron las tertulias. Nicolai y Olga viajaron a San Petersburgo. Las calles, desiertas; el calor, sofocante. Por las noches parecía refrescar un poco, pero era un espejismo. La gente sacaba las hamacas a la puerta de sus casas y, entre abanicos y limonadas, aguantaban hasta altas horas. Don Juan no podía dormir con aquellas temperaturas. Por las mañanas, escribía cartas. A mediodía, iba a la biblioteca de la Smithsonian Institution, que sí permanecía abierta. Los techos altos, los ventiladores, el silencio..., creaban un clima agradable en el único lugar de Washington donde se podía respirar. Allí leyó a Howells, recomendado por Catalina, e intentó, sin conseguirlo, el esbozo de una novela sobre amores tardíos. Por las siestas, modorra general hasta que, después de cenar, se armaba la mesa de tresillo. Entonces, su sobrino hacía mil renuncios, fallaba los reyes del compañero o dejaba pasar los del contrario; todas las noches perdía tres o cuatro dólares y terminaba rabiando, despotricando, queriendo volverse a España.

           Por aquellos días, recibió don Juan un paquete de Cuba: la caja de puros que le mandaba su amigo Gamazo. También había una carta. Le invitaba a la Habana. No se veían desde que estudiaban Derecho en Granada. Hablaba de una reclamación muy importante. Durante la guerra civil, la casa española Maza y Larache compraba algodón al gobierno sudista para exportarlo  luego a Méjico. Poco después de terminar las hostilidades, el gobierno federal se apoderó en Shreveport, Luisiana, de 1369 pacas de algodón que la empresa española había comprado a los sudistas por valor de setecientos mil dólares. El gobierno las vendió en Nueva Orleans y se embolsó el dinero. Su amigo Valentín había entrado como socio en esa firma hacía poco. Le contaba que, aunque los abogados de Maza y Larache llevaban mucho tiempo con las reclamaciones judiciales, hasta ahora los americanos no habían querido ni hablar del asunto. Algo había cambiado, sin embargo, con Cleveland, y parecían más dispuestos a negociar. Pero era necesaria una reclamación oficial promovida por el Estado Español. Le rogaba encarecidamente que la iniciara. Don Juan vio las puertas abiertas. ¡Desde el Caribe brilla el áureo sol ! Sería lo más natural del mundo que, si la reclamación triunfaba, pudiera reportarle, sin escrúpulo de conciencia, algún tipo de presente no pequeño, dada la cantidad fabulosa de dólares que estaba en juego. “En la Habana perfilaremos los detalles”, finalizaba la carta.

            A últimos de julio, llegó Pastorín. Volvía de Cayo Hueso con unos kilos de más. Había dejado la Astarté en el astillero de Baltimore para un leve ajuste en la caña del timón. Era necesario actuar inmediatamente. Los nihilistas de Tampa tenían ya en su poder la dinamita de Marrero, y Agüero estaba dispuesto a transportarla. En el muelle, el hijo de Quirós había visto al filibustero hablar con varios gerifaltes del tabaco. Le siguió y descubrió cuál era su barco. Al día siguiente, Agüero y el barco habían desaparecido. Pastorín telegrafió a Capitanía General advirtiendo de la expedición. Pasado mañana saldría él para Cuba. Don Juan, en un impulso, propuso acompañarle. ¿Por qué no? ¿Qué le esperaba en la capital sin Catalina, con el calor, con Juanito…? En Cuba, sin embargo, un tiempo delicioso, la hospitalidad de Gamazo, detalles sobre la reclamación de la casa Larache, la belleza del aquel paraíso. Dos inconvenientes: los tifones del Caribe y que, según todos los indicios, era probable que hubiera explosiones en la Habana. De esto último no le habló a Pastorín; confiaba en que él encontrara la dinamita. Además, antes había habido otras amenazas y todas terminaron en nada. La Habana era muy grande, si ocurriera el atentado no le iba a tocar a él. Respecto a los tifones, Pastorín le mintió sin piedad:

           − No tiene que preocuparse, en esta época del año el mar está tranquilo.

             Y luego:

           − ¿Ha vuelto a ver a Agramonte?

           −  No – respondió don Juan.

           − Gómez se está moviendo en Nueva York… Creo que el poeta ha entrado en contacto con los masones de aquí.

           − Lo sé, se ha entrevistado con Jessop.

           − Otro cerdo, peor bicho que Herlizer, si cabe. ¿Lo conoce?

           − Sí, me invitó en una ocasión al club Cosmos – dijo don Juan.

           − Ese club es una madriguera para hacer trabajos sucios con el pretexto de la geografía. Hemos encontrado en manos de los rebeldes mapas suyos con las conducciones de agua, los polvorines y las baterías de la Habana. Harían cualquier cosa por conseguir los planos de las minas en el puerto. El Departamento de Guerra dispone de proyectos concretos para tomar la ciudad por mar. Sabemos que se reúnen con regularidad y planifican estrategias. Herlizer calienta a la opinión, Jessop y Carnegie financian al comité de Nueva York, la Marina prepara sus destructores.

           − No creo que los del comité colaboren con los dinamiteros…

           − Tienen el mismo objetivo, lo que no van a hacer es denunciarlos, ni perseguirlos.

           − Yo confío en Cleveland y en Bayard.

           − Quizá no hagan nada violento, si pueden. Pero la hermandad acecha, y los políticos duran sólo cuatro años en el poder. Ellos, sin embargo, permanecen en sus puestos de mando a la espera del momento oportuno. Son profesionales y patriotas ¿Quién dice que Cleveland no se verá arrastrado por las circunstancias?

 

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