Don Juan tenía en España muchos amigos masones, pero nunca había querido, a pesar de numerosas e intensas solicitaciones, entrar en la hermandad. Le parecía una peña empalagosa y rancia, cuando no puramente una sociedad secreta para la conspiración. Toda la política del reinado de Isabel II había estado dominada por intrigas cocidas en las logias hispanas. Le daban también un poco de reparo y de risa los ritos, las oraciones y las ceremonias que aquellos señores tan serios, disfrazados de magos, celebraban en sus tenidas. Le producía mucha aprensión el instinto jerárquico que se trasparentaba en el complicado escalafón de sus grados, en la mustia envidia con que deseaban las condecoraciones ajenas. Una iglesia sin sotanas y sin cristos, pero, al igual que la otra, con una caterva de diáconos, subdiáconos, arcedianos y canónigos penitenciarios.