Había atravesado mil gargantas oscuras, ahogándose en cada una de ellas. Había resucitado para volver a asfixiarse. Se unieron los cielos con los mares, los caracoles corrieron por sus ojos, los musgos y el barro le entraron por la nariz. Arriba lucía, estrellada, la noche. Nunca supo con exactitud cuál era su posición hasta que el compañero Silva le dijo que se pusiera a las órdenes de los catalanes. El pelirrojo le entregó una pistola. Con ella debía matar al gobernador, ya que él no pudo en la corrida. La causa lo exigía. A él nadie le registraría, era amigo del general, hijo de un buen ciudadano. Bakunin elogiaba a los jóvenes burgueses que con su pureza de alma defendían la Idea, a riesgo de enfrentarse con su propia casta: “La parte en verdad noble de la juventud que, aun perteneciendo por cuna a las clases privilegiadas, en su generosa convicción y en sus ardientes aspiraciones, adopta la causa del pueblo”. Él era un claro ejemplo. No le temblaría el pulso. Al salir de la casa donde se refugiaban los catalanes, la pistola le pesaba como un peñasco. Quería obedecer. El sacrificio era  necesario, el objetivo - la salvación de la Humanidad - deslumbrante y benéfico. Por tanto, la violencia, bien dirigida, quedaría de sobra moralmente justificada. Era difícil, sí, matar a alguien, pero él trabajaba para la historia. ¿No estaba el tiranicidio permitido por la iglesia católica?  En el Casino, se acercaría a don Ignacio mientras jugaba con los comandantes, le dispararía. Tendría muy cerca sus negras sienes, oiría el murmullo de las tazas de café, el chasquido en el mármol de las fichas de dominó. La atmósfera azulenca del humo del tabaco sería la nube matriz que engendrara el fogonazo liberador. "Debemos destruir los tres pilares de la reacción: la iglesia, el ejército y el capitalismo. Yo detesto la propiedad privada. Estoy dispuesto a no heredar la hacienda. Mi padre es un explotador. ¿Quién puede negarlo? A don Ignacio María hay que suprimirlo por necesidad técnica y ética: el encargado de mantener el Estado tiránico en mi isla amada, el torturador. Es verdad que, cuando niño, me alzaba en los brazos, que, desde entonces, recuerdo sus orejas y el resplandor de sus ojos decididos...". Valentín volvió a tocar el revólver, a reconstruir el trayecto hasta la sala de juegos. Vería en la entrada al conserje Chicoleras o al mozo Agustín, le saludarían. ¿Dónde está don Ignacio? No debía mirarle a los ojos mientras disparaba. Los catalanes tenían experiencia, habían atentado contra un obispo en Talavera de la Reina. Ya de noche, deambuló por las calles mojadas. No sabía a dónde ir. ¿A casa, con el arma y en aquel estado de agitación? Si iba..., al ver a su madre, al oír la risa de Sinda, se desmoronaría. Anduvo varias horas sin rumbo. Entró, por fin, en un tugurio donde bailaban unos mulatos. Había un gallo enorme, de dorados espolones, encerrado en una jaula de cañizo encima del mostrador. Aturdido por la música y el humo, pidió una copa. Se puso al lado del gallo, miró fijamente el asombro de sus ojos: las pupilas querían decirle algo. Le herían los destellos de vasos, botellas y bandejas. Tomó varios tragos de una bebida anónima, fuerte: árboles dorados, estrellas diminutas, gusanos transparentes, negros filamentos. Un indefinible silencio le confinaba en la cresta roja del gallo, todo lo demás se desvanecía. No recuerda cuánto tiempo pasó así. Salió al exterior y comenzó a llorar. Se sentó en un banco. “No puedo hacerlo, no puedo hacerlo”. Las convulsiones empezaron poco después. Cayó al suelo, echó la cabeza atrás, se estiró para coger aire y dejó caer la espalda de forma violenta. Le abandonaron los músculos, salieron del cuerpo todos los fluidos, quedó vacío como un pellejo. A duras penas, se arrastró hasta la pensión de su amigo Silva. Allí le detuvieron dos horas más tarde.

                                 

 

                                                           Capítulo XXIII